EL GOLPE

Si algo dejó claro Carlos Salvador Bilardo a lo largo de su vida es el compromiso con el que afrontó cada tarea. En su última etapa como DT de Estudiantes de La Plata, el Doctor solía sorprender a sus dirigidos con maratónicas sesiones de entrenamiento que amenizaba al ritmo de Banda XXI, Los Auténticos Decadentes o Bersuit Vergarabat.  “Muchachos, estamos haciendo lo que nos gusta. No nos podemos aburrir” solía bajar línea cuando veía que alguno de sus dirigidos ponía mala cara. Pero si las siete horas de práctica no eran suficientes, el Doc no tenía problemas en organizar entrenos a la medianoche para afinar la puntería de sus delanteros. Eso mismo hizo con Gonzalo Klusener, Eloy Colombano y Dante Senger cuando los citó una noche al Country de City Bell para ver un encuentro entre River y Racing y luego practicar movimientos de definición.

Aun hoy resulta increíble que un entrenador de tamaño compromiso haya tenido detractores acérrimos, pero así fue. Sindicado por un sector de la prensa (y varios charlatanes de feria) como el monje negro del fútbol argentino, el Doctor fue -junto a Diego Armando Maradona y Juan Román Riquelme- uno de los personajes que más operaciones mediáticas enfrentó durante toda su carrera. La claque de odiadores seriales que buscó denostarlo desde siempre se agarró de un sin número de argumentos para pegarle, algunos válidos (nadie es inmune a la crítica) y otros francamente ridículos. Tildado de entrenador defensivo, con su Estudiantes modelo 1982/83 enterró cualquier preconcepto al alinear a tres enganches (Marcelo Trobbiani, Alejandro Sabella y José Daniel Ponce) y solo dejar a un sacrificado Miguel Russo como único mediocampista defensivo. Fue su gran campaña con el equipo platense lo que finalmente lo catapultó a la Selección Argentina en 1983.

Ya desde el día uno como manager del equipo nacional, Bilardo debió afrontar la contra de uno de los medios más importantes del país. Desde la redacción del Diario Clarín –matutino totalmente alineado con Cesar Luis Menotti- se disparaba a mansalva contra el DT y algunos de sus jugadores, incluido su nuevo capitán, Diego Maradona. Cuenta la leyenda que por esos días, el Doc tenía mozos infiltrados en los bares donde se juntaban los popes del periodismo deportivo vernáculo y así podía saber de antemano que decían sobre él. No fue una época grata para él y su familia, pero el compromiso con la causa era total.

Pese a que el equipo no era un violín ni mucho menos, finalmente consiguió el primer objetivo, que era clasificarse a la Copa del Mundo México 1986, pero esto no acalló las críticas, sino más bien todo lo contrario. En esos días, el diario Tiempo Argentino lanzó una columna de opinión donde le recriminaban al entrenador haber dicho que Maradona era el único indiscutido de su equipo.

En marzo de 1986, después de sendas derrotas en amistosos ante Francia y Noruega, desde las oficinas del poder quisieron deshacerse del Narigón y reinstaurar en su puesto al Flaco Menotti. Por pedido expreso del Presidente de la Nación, Raúl Alfonsín,  el secretario de deportes, Rodolfo O’Reilly, comenzó a urdir un plan junto a los periodistas Diego Bonadeo y Rafael Olivari para lograr la destitución. ¿Por qué el gobierno estaba tan interesado en la caída de Bilardo? En ese momento el clima social no era el mejor. Cuando bajó la efervescencia por el tan ansiado retorno de la democracia, Argentina se encontró contemplándose a sí misma y la imagen que le devolvía el espejo era tremenda. A las atrocidades perpetradas por la dictadura militar y la derrota en la Guerra de Malvinas ahora había que sumarle una inflación descontrolada y un presidente que mantenía una conflictiva relación con el movimiento obrero. En la cúpula del gobierno de la Unión Cívica Radical creían que un mal resultado en tierras aztecas podría precipitar un estallido social (algo que finalmente sucedería pocos años más tarde, aunque esta vez por su propia impericia política). Antes de pasar a la acción directa, la campaña de destitución empezó tibiamente con carteles y pintadas en el centro porteño. El propio DT y su ayudante, Carlos Pachamé, muchas veces salían a la medianoche para tapar los mensajes ofensivos.

Cuando Olivari y Bonadeo recibieron luz verde por parte del gobierno para empezar a exigir a viva voz la cabeza del Narigón–las reuniones donde se selló el contubernio se realizaban en el edificio del Ministerio de Acción Social-, periodistas acreditados en el recinto gubernamental advirtieron a sus colegas de que algo se estaba cocinando. La versión pronto llegó a oídos de Carlos Bilardo y del presidente de la Asociación del Fútbol Argentino, Julio Humberto Grondona.

Pese a que el máximo dirigente de AFA era de extracción radical, no dudó en ponerse del lado de su entrenador y por eso se comunicó con el secretario O’Reilly para advertirle que si provocaban la salida, el también renunciaría a su cargo en AFA, pero antes se comunicaría con FIFA para denunciar que el gobierno argentino estaba interfiriendo en los asuntos de la asociación, algo que podría costarle su lugar en la Copa del Mundo.

Por su parte, Bilardo denunció el golpe radical en dos entrevistas realizadas por Víctor Hugo Morales y José Maria Muñoz, respectivamente. Ambos programas –Sport 80 y La Oral Deportiva- eran las tiras deportivas radiales más populares de la época y Víctor Hugo, en especial, fue uno de los pocos periodistas que siempre defendió la gestión del Doctor al frente de la selección. Finalmente, el golpe destituyente fue abortado, pero Bilardo entendió que sus enemigos seguirían operando en las sombras para sindicarlo como el gran culpable si los resultados no llegaban. Esta fue una de las razones porque Argentina fue el primer equipo en llegar a suelo mexicano. Sería la última en irse.

Quiso el destino que, minutos después de haber levantado la Copa del Mundo, la televisación cruzara al presidente Alfonsín y al entrenador campeón. Pudiendo haberse descargado con justa razón contra quienes quisieron ponerle palos en la rueda, en su mensaje Bilardo tendió una rama de olivo a sus detractores y solo habló de la felicidad que le producía tamaña gesta. No hacía falta más. El ya les había ganado.